Las maravillas de Roma: la ciudad eterna

Marta Orrantia
Una cálida noche de otoño, después de cenar, caminaba con amigos por las calles empedradas del centro de la ciudad. En una esquina, vi que había un letrero que anunciaba la venta de una torre medieval. Me pareció una escena tan delirante como vender un Picasso, vender un puente, vender la Luna. En tono de burla, le dije a uno de mis amigos, un italiano sabio y supersticioso, que deberíamos comprarla. Él hizo un gesto de fastidio y me dijo que ese lugar traía mala suerte. Me contó que hace mucho tiempo, unos cincuenta años, la familia que vivía ahí tenía un chimpancé como mascota. Una noche, el animal secuestró al bebé de la familia y se paró en lo alto de la torre con la criatura. El padre, enloquecido, se arrodilló y comenzó a rezar, y el mono devolvió al niño sano y salvo. De ahí en adelante, un farol en el techo ilumina siempre, día y noche, una imagen de la Virgen.
Seguí andando en silencio, ya no impactada por la extraña anécdota sino preguntándome cuántas cosas más desconozco de Roma. Cuántas vidas más necesitaré para descubrirla. “Tal vez lo eterno que tiene esta ciudad es que uno nunca termina de conocerla”, me dije.
La primera vez
Vivo en Roma. Vivo en el lugar más lindo del mundo, en la cuna de la civilización occidental, en el centro del imperio, en la ciudad santa del cristianismo. Pero también vivo en Roma, en el centro caótico y sucio, bajo un sol abrasador, una urbe llena de turistas irrespetuosos, agobiada por el ruido y la contaminación. Todo eso es esta ciudad, y por lo mismo despierta tantas pasiones. Hay quienes no pueden sobreponerse a su desorden, que opaca la belleza de sus calles y la magnificencia de su historia. Aun así, todos quieren venir a verla.
Solamente el año pasado, Roma tuvo cincuenta millones de turistas, una cifra monumental si se considera que en su pequeño centro viven poco más de dos millones de personas. Por lo mismo, siempre que viene un visitante conocido le recomiendo reservar con tiempo todo lo que quiere ver. Esa primera visita, esa primera exploración de Roma, debe incluir las mismas cosas.

En primer lugar, están el Coliseo y su adyacente colina del Palatino. El Coliseo está situado al final de una calle llamada vía de los Foros Imperiales, construida por Mussolini, la cual rompió en dos los antiguos foros (las oficinas de gobierno) de César, Augusto y Trajano. Esta famosísima estructura monumental, que debe su nombre a que alguna vez hubo ahí un coloso de Nerón, era el lugar de los espectáculos públicos y donde los gladiadores luchaban entre sí o con las bestias que traían desde África. En la misma boleta se incluye el Palatino, la colina situada a pocos metros y que era la sede de los palacios imperiales de los sucesivos emperadores. Incluso los arqueólogos tienen dificultades para comprender cuál palacio era de quién, o qué ruina perteneció a qué lugar, pero pasear por ahí, aun sin comprender del todo los arcos, las construcciones y las columnatas, es caminar sobre los restos del lujo y el poder de los emperadores.
En segundo lugar, hay que visitar los Museos Vaticanos. Ubicados detrás de la basílica de San Pedro (que también es hermosa y a la que se accede gratis después de mucho tiempo de hacer fila), los museos comprenden las colecciones de arte del poderoso imperio de los papas. Para muchos, pasar por el ala egipcia, la galería de los mapas, las esculturas antiguas, el arte contemporáneo y la pinacoteca es una prueba del poder desmesurado de la Iglesia a lo largo de los siglos. Para otros resulta, en cambio, un camino por lo mejor del arte de la humanidad. El recorrido termina en la capilla Sixtina, una joya del Renacimiento, pintada por Miguel Ángel.
Lo tercero que hay que ver es la galería Borghese. Este lugar es, a mi modo de ver, el mejor museo de Roma, y probablemente de Italia. Un pequeño palacio en medio de la Villa Borghese (un parque gigantesco en la parte oriental de la ciudad), que tiene obras de arte de Bernini y una sala entera repleta de los preciados y escasos cuadros de Caravaggio. La visita al museo dura apenas dos horas, y luego se puede caminar por entre árboles frondosos y prados verdes hasta el Pincio, en la parte alta de la plaza del Popolo, donde se puede ver toda la ciudad.
Hasta ahí, los lugares a los que hay que “entrar”, porque lo que tiene de verdad Roma es que, más que ninguna otra ciudad en el mundo, es un museo al aire libre, tal vez el más impresionante del mundo occidental. Iglesias, plazas, ruinas, balcones, fuentes, cafés… En todas partes hay tanta belleza que es fácil pasar por la misma calle cien veces y descubrir cada vez algo distinto. El Panteón, la plaza Navona, la fontana de Trevi o las escaleras de España son solo algunas de las pequeñas joyas que están a la vuelta de la esquina, todas apeñuscadas en medio de construcciones eclécticas barrocas, medievales o fascistas, que son testimonio del paso de los siglos y del papel de Roma en la historia mundial.

Turista romana
Tres o cuatro días después, los turistas agotados pero felices regresan a casa con las fotos tomadas, habiéndose comido una pizza o una pasta en una de las trampas turísticas aledañas a los sitios de interés, y felices porque pueden decir que “conocen” Roma. Y es así, o por lo menos superficialmente. Pero hay una Roma profunda, escondida como la monumental red de acueductos que construyó el imperio y que aún hoy le suministra agua al centro. Esa ciudad desconocida es la más hermosa, donde están las claves para entender su pasado, que es el mismo nuestro.
En un día de sol, luego de salir del mercado étnico junto a la estación de trenes de Termini, siento que me explota el corazón de amor por la ciudad cuando paso frente a Santa María Maggiore. Después de cinco años, si bien no la conozco, ya me ubico en sus calles laberínticas sin un mapa y puedo hablar en italiano (y pelear, a veces) con los vendedores de frutas y vegetales, así como con los taxistas y con las amigas, que me han acogido como una rareza suramericana. Sigo siendo una turista, porque continúo sorprendiéndome con todo, pero ya soy una turista romana.
Y mi Roma, la que visito en la passeggiata de las tardes, a la que llevo a mis amigos cuando ya están hartos de los lugares típicos, es siempre un ente cambiante, que responde a las necesidades del momento, al clima y a mis propias búsquedas. Hay unos sitios, sin embargo, a los que siempre vuelvo, atraída como por un imán, porque no me canso de ver su hermosura.
Uno de ellos es un pequeño edificio de ladrillo localizado junto al altar de la Patria, ese adefesio que se construyó para conmemorar la unificación de Italia en el siglo XIX y que los locales llaman “el pastel de novia”. El edificio al que me refiero no tiene nombre, nadie parece verlo, hundido como está junto a la mole de mármol que casi lo oculta. Se encuentra parcialmente bajo el nivel de la calle y es necesario asomarse por una balaustrada para poder verlo. Se trata de una construcción típica de la Roma antigua: arcos en el primer piso, donde había negocios. La vivienda y la bodega de los dueños de los negocios en el segundo piso, y los otros dos niveles, con unas ventanas minúsculas, eran viviendas para clases populares. Esta es, probablemente, la única casa romana de la época de los césares, más exactamente en los albores del cristianismo, porque se alcanza a ver un fresco religioso mal protegido de la lluvia bajo un techo de madera.

Siempre me impresionan esos vestigios de la Roma antigua que hay desperdigados por ahí y que son tantos, y tan monumentales, que se vuelven parte del paisaje cotidiano. El teatro de Marcello, con sus columnatas, y junto a él, el pórtico de Ottavia, que era donde en tiempos del imperio se vendía el pescado y que hoy es la entrada al gueto. El pie de mármol, que le da el nombre a una vía, detrás del fabuloso museo Doria Pamphilj, es un trozo de lo que debió ser una estatua de unos cuatro metros de altura, quién sabe de qué personaje famoso en su época.
Los colosos, sin embargo, no se han perdido del todo. Los restos de sus cabezas, sus manos monumentales, y sus torsos vestidos con toga o uniforme militar, se pueden ver en uno de los museos más extraños y bellos de la ciudad. Se trata de la Centrale Montemartini, que fue una planta hidroeléctrica a comienzos del siglo XX y que hoy, junto con la maquinaria antigua ya inutilizada, alberga estatuas de emperadores, poetas y dioses de la época romana, además de algunos de los mosaicos mejor conservados del imperio. Este museo queda cerca de un barrio llamado Garbatella, creado en los años veinte del siglo pasado para albergar a la creciente población obrera que trabajaba en las construcciones que emprendió el régimen fascista de Mussolini. La Garbatella, aunque no tiene nada que ver con el Imperio romano, bien vale un paseo. Sus edificios están construidos alrededor de patios centrales que hacían las veces de plazoletas de reuniones para los vecinos, o parques de diversiones para los niños, y los romanos visitan el lugar por los grafitis y la curiosa arquitectura.
Si bien es cierto que casi todos llegan a Roma atraídos por sus ruinas, también hay una ciudad moderna que muchos ignoran que existe. El barrio del EUR tiene su origen en la Exposición Universal de Roma. Comenzó a planearse en tiempos de Mussolini para que sirviera como sede del gobierno y albergara algunas de las casas más lujosas de la ciudad. Lagos artificiales, museos gigantescos y puentes decorados con el águila, símbolo de Roma, son parte de sus construcciones que, aun hoy, parecen parte de una escenografía futurista.
El último edificio que se inauguró en esa zona, a la que muy pocos curiosos van, es la Nuvola (la Nube), un centro de convenciones ultramoderno, con un auditorio de conciertos, diseñado por el arquitecto Massimiliano Fuksas. Se trata de una estructura de vidrio y acero, en cuyo interior “flota” una nube blanca a la que se accede a través de una escalera eléctrica. En esta joya de la arquitectura moderna tienen lugar conciertos y eventos literarios.
No solo de pan…
Roma se mueve al ritmo de las estaciones. Las cosechas determinan una gastronomía riquísima, que no tiene nada que ver —o no mucho— con la pizza recalentada o los sándwiches de porchetta (una especie de lechona sazonada con hierbas). Las pastas, siempre omnipresentes en la comida italiana, aquí cambian según el clima. Tomates en el verano, acompañados de burrata y mariscos crudos, mientras que en el invierno se come la tradicional cacio e pepe, preparada con un queso de oveja llamado pecorino y pimienta negra.
Los vegetales también son estacionales, y siempre deliciosos. La calabaza en el otoño, las coles en el invierno, las alcachofas en la primavera, el agretti y los espárragos en el verano. Todo es una explosión de color y de sabores fabulosos, porque para los italianos no hay una mejor forma de dar cariño, de mostrar su cultura y de expresar sus emociones, que a través de la mesa.

Siempre me ha gustado visitar los mercados en los países a los que viajo. Creo que es allí donde realmente se conoce a la gente, y Roma no es la excepción. Aquí, sin embargo, los pocos supermercados que hay en el centro son muy malos, hechos para turistas afanados que buscan algo para el desayuno en su Airbnb. Esto es porque los romanos detestan la comida en cadena, los pollos pálidos en bandejas de icopor, la iluminación falsa de luces de neón y los productos procesados. Prefieren el frutivendolo de la esquina, que siempre tiene vegetales de estación, y los mercados campesinos.
Tal vez el más bello de todos queda al lado del Circo Massimo, ese óvalo gigantesco que alguna vez sirvió para celebrar los juegos públicos —como carreras de caballos— y hoy es una arena de conciertos o un lugar para hacer deporte. El mercado se llama San Teodoro, por la calle en la que está ubicado, y abre nada más los fines de semana. Allí se dan cita los agricultores de la región de Lazio para vender sus productos: granos, pastas, quesos, verduras, frutas, vino, aceite, panes, carnes, flores… El lugar es un caos, a donde los locales acuden con cochecitos de bebés y perros, bolsas de mercado y carritos de compra, y se atiborran todos frente a los tenderetes para hacer la compra de la semana, contarse los últimos chismes del barrio o almorzar con amigos en la plazoleta de comidas.
No hay que ser un experto gastrónomo para saber de cocina italiana. Esta es, probablemente, la más famosa del mundo, tanto que la última vez que estuve en Colombia me invitaron a tres restaurantes italianos en una semana. No me quejo, pero lo cierto es que no se compara con Roma, donde se consigue la comida más tradicional a todos los precios y siempre, o casi siempre, es necesario reservar.
Los romanos y los napolitanos siempre han tenido una rivalidad con la pizza. La masa de los primeros es delgada y la de los segundos es gruesa, y en ambos casos puede ser deliciosa. El restaurante Emma, en la ciudad medieval, es tal vez el mejor para comer pizza romana. Hay desde pizza con jamón de pata negra hasta pizza amatriciana, hechas siempre con el mejor queso y una masa tan delgada como crujiente. La napolitana está en Pizza Ré, que, a pesar de ser una cadena, conserva un sabor casero como si las pizzas tostadas en un horno de leña las hiciera la nonna. La mejor es la de salchicha con hongos, pero le compiten la de cuatro quesos o la puttanesca, que tiene anchoas y aceitunas.

Buenas pastas hay por todas partes. Cualquier pequeño restaurante, con mantelito a cuadros y cortinas de encaje, ofrece una selección enorme, y casi siempre son muy sabrosas. Para los turistas se ofrece de todo, pero para los romanos no hay nada mejor que lo suyo. Las pastas de Lazio. La cacio e pepe, la amatricciana y la carbonara, esta última no hecha con trozos de tocino sino de guanciale, o cachete de cerdo. Y aunque se consiguen muy fácil y son casi siempre muy ricas, todos tenemos un restaurante de barrio. El mío, convenientemente situado a una cuadra de mi casa, es uno de los más tradicionales de la ciudad. Se llama Birreria Peroni y tiene más de cien años de haber abierto sus puertas en la calle San Marcello, frente a un oratorio milagroso. Aquí no se admiten reservaciones, por lo que se debe llegar temprano. Las filas de turistas y de locales son largas, todos atraídos por la buena comida y los bajos precios. Además de pasta, este lugar ofrece en su menú especialidades italianas, como la milanesa de ternera con papas fritas o la trippa romana, que es el estómago de la vaca hecho con tomate, en una cocción lenta.
La trippa no es la única entraña en la cocina romana. También están los intestinos o la cabeza de cordero, y aunque cada vez son más escasos, todavía se pueden encontrar entrañas en los menús de los restaurantes tradicionales, como Perilli, en el barrio Testaccio. A pesar de sus múltiples remodelaciones, el lugar parece sacado de una película de Fellini, con fotos igual de avejentadas que sus meseros, y tan típicas como lo que ofrecen: pasta con pajata (chinchulines), coratella di agnello (entrañas de cordero) o hígados de conejo. Justo al lado de Perilli se encuentra otra joya de la comida italiana: Volpetti, una salsamentaria que vende los mejores quesos y los más exquisitos salamis de toda Roma, además del prosciutto y el muy siciliano pan carasau, tan delgado como un papel, perfecto con aceite de oliva.
Recuerdo que la primera vez que vine a Italia todavía era costumbre tomar antipasto, primo y secondo. El antipasto era una colección de embutidos y quesos, el primo consistía en una pasta o un risotto, y el secondo, una carne o un pescado con su acompañamiento. Las comidas, pues, eran pantagruélicas, y duraban horas. Ya casi nadie hace esto, salvo los domingos en la casa de las abuelas, cuando se reúnen las familias a almorzar, una tradición que sigue muy viva en el país. Sin embargo, hay algunos restaurantes que conservan esa vieja forma de comer. Uno de ellos se llama Laganà, un pequeño local en el centro donde su dueño, Mimo, y sus dos hijos, trabajan para atender a una clientela muy fiel. Aquí vienen a comer actores, políticos, diplomáticos y uno que otro turista, aunque no es común que aparezca en las guías. Nunca he visto un menú en el lugar, porque desde la primera vez un mesero se acerca y pregunta: “¿Mar o tierra?”. Los que saben dicen: “Ambos”, y comienza un desfile con los antipastos más increíbles de toda Roma: mozzarella, vegetales a la parrilla, ensalada de mariscos, prosciutto, minipulpos en tomate… Cuando ya los comensales sienten que no pueden más, llega el mesero sonriente y ofrece una pasta. Vuelve el desfile de pastas con hongos porcini, con alcachofas, con ragú blanco… Después aparecen los platos fuertes y, como si fuera poco, postres, frutas y un amaro o una grappa como digestivo.
A pesar de que hay joyas por todas partes en Roma, lo mejor que tiene la ciudad es que se come bien casi en cualquier parte. Puede no ser memorable, pero la comida siempre tendrá ingredientes frescos, un buen aceite de oliva y un vino delicioso, y eso es suficiente.

Llegar al cielo
Los peregrinos de todo el mundo llenan la plaza de San Pedro los miércoles y los domingos. Allá, en un pequeño balcón, el papa dice la misa, reza por los enfermos y envía mensajes de aliento a los países en guerra. Desde la conversión de Constantino, en el año 313 d.C., Roma se convirtió en la ciudad santa del cristianismo, y donde antes había templos paganos se construyeron iglesias y basílicas para honrar al nuevo Dios del imperio.
No solamente las estructuras, cada vez más altas e imponentes, eran testigos de la gloria de la Iglesia, sino que los artistas y los artesanos de todas las épocas embellecieron el interior de las catedrales con sus obras. Los preciosos vitrales con escenas bíblicas dejaban entrar una luz llena de colores sobre los atrios, las cúpulas se decoraron con frescos y los nichos con estatuas de mármol de los santos y los mártires.
En la actualidad, hay casi mil iglesias en la ciudad, repletas todavía de tesoros y curiosidades. Muchas tienen incluso un museo pequeño donde albergan custodias, misales antiguos o reliquias de santos. Como Roma es un lugar sagrado, la entrada a las iglesias es gratuita, con excepción del Panteón, cuya afluencia es tal que debieron cobrar un impuesto de cinco euros para los no residentes; esto de ninguna manera disminuye las filas de entrada, pero por lo menos ayuda a mantener todas las obras de arte que están bajo la cúpula, la única que se conserva desde los tiempos imperiales.
Hay otras iglesias que, si bien no son más humildes, están un poco más escondidas, pero que igual albergan impresionantes muestras de arte y arquitectura, y para conocerlas a fondo se necesitarían meses, o incluso años. La basílica de los Santos Apóstoles, en la plaza del mismo nombre, no solo es una construcción monumental de estilo gótico, sino que en su cripta alberga los restos de dos apóstoles de Cristo. Detrás del Coliseo, a través de un camino de cipreses, se encuentra otra iglesia muy particular; se trata de Santo Stefano Rotondo, una basílica circular del siglo V en cuyas paredes, en lugar de pinturas de ángeles y paraísos, se encuentran frescos que muestran las diversas torturas a las que sometían a los mártires de la Iglesia: quemados en estacas, apedreados, crucificados patas arriba o desmembrados. Toda una galería de crueldades, digna de la mejor película de terror.

Pero para quienes no vienen a Roma a recordar la historia del cristianismo y a buscar reliquias santas sino a ver arte, hay otras iglesias imperdibles: San Luis de los Franceses, junto a la plaza Navona, tiene un hermoso tríptico de Caravaggio que cuenta la vida de san Mateo (si le ponen dos euros a una máquina, el cuadro se ilumina durante unos minutos). La iglesia de San Pedro Encadenado, escondida en el barrio residencial de Cavour, guarda en su interior nada menos que al maravilloso Moisés de Miguel Ángel con su expresión furibunda al descubrir que su pueblo adoraba al vellocino de oro. No muy lejos de ahí, en la iglesia de Santa María de la Victoria, en una esquina junto al altar puede verse el Éxtasis de santa Teresa, una estatua de mármol realizada por Bernini, y si se llega temprano en la tarde, el mismo sacristán da una explicación interesante sobre el proceso de creación. La iglesia de Santa María de la Paz es otra joya que permanece casi siempre vacía, pese a que tiene frescos de Rafael y un claustro que construyó Bramante que ahora es un museo con exposiciones itinerantes.
Los tesoros se suceden en las iglesias uno tras otro, en una danza vertiginosa de lujo, belleza, voluptuosidad e historia: el ataúd de malaquita de san Luis Gonzaga en la iglesia de San Ignacio, el Cristo milagroso en la iglesia de San Marcello, la pila bautismal de santa Francisca Romana, la tumba de san Pablo en la basílica del mismo nombre… Todas las iglesias, desde las más humildes construidas en adobe en las primeras épocas románicas, hasta las más elaboradas joyas del Barroco italiano, son testigos del poder de la Iglesia y de su importancia en la cultura italiana, particularmente en la romana, a lo largo del tiempo.
No es una ciudad fácil, lo sé. No es fácil ubicarse, porque el río Tíber va trazando curvas y meandros y porque, a pesar de tener muchas colinas es un lugar esencialmente plano, atiborrado de construcciones de todos los tiempos. Tampoco es fácil caminar, porque sus calles siempre están repletas de gente. No es sencillo soportar el sol de la tarde en el verano o los aguaceros apocalípticos en el invierno, el murmullo constante de millones de voces de cientos de lenguas que se mezclan, las filas eternas para los restaurantes o las heladerías, la basura en las calles, las gaviotas que chillan. Y, sin embargo, es la ciudad más bella del mundo. La más sorprendente, porque uno sabe que, al girar una esquina, cualquier esquina, siempre hay un tesoro.