Sabores de sal: Un viaje que comienza en la boca

Juan Pablo Tettay De Fex
La carretera a Zipaquirá se abre como un umbral. Apenas se dejan atrás los peajes y el cemento de Bogotá, empieza un paisaje que huele a campo mojado. Zipa, como la llaman los lugareños, es conocida por ser la tierra de la Catedral de Sal. Allí uno va a adentrarse en las fauces de la tierra y a maravillarse con esculturas salinas, túneles y socavones. Pero hoy, la ciudad invita a ser disfrutada.
El punto de llegada es el hotel Camino de la Sal, y de allí, un salto corto—una escapada que parece diseñada para los que aún creemos que viajar es comer distinto.
Zipaquirá no se entrega de inmediato. Primero lanza sus casas coloniales, su plaza central, donde las palomas compiten con los turistas. Luego aparece, casi como un secreto bien guardado, su nueva vocación: la mesa. Una ciudad que ya no solo se reconoce por la Catedral de Sal, sino por su capacidad para reinventar la tradición desde el plato.
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Zipaquirá ha experimentado en los últimos años una verdadera revolución gastronómica. Lo que antes era una visita rápida al atractivo religioso, ahora se ha convertido en una experiencia completa que invita a quedarse al menos un día completo para degustar los sabores locales. La pandemia fue el detonante: cocineros oriundos de este municipio ubicado al norte de Bogotá volvieron a sus casas debido al cierre de los restaurantes en ciudades como Bogotá o Medellín. Muchos abrieron cocinas ocultas que luego se convertirían en locales que deleitan, primero a los zipaquireños, y luego a los turistas.
Labriego: Cocina con los pies en la tierra

No es un restaurante, es una declaración. Labriego se levanta como un proyecto de retorno—un regreso a lo esencial.
Los proveedores son campesinos de la región, gente que cultiva sin afán, sin químicos, sin prisa. El chef y propietario, Santiago Santana, trabajó en Bogotá durante años, pero la pandemia hizo que regresara a su pueblo natal. Y volvió con una idea clara: hacer cocina rural, pero sofisticada; campesina, pero reflexiva. No se trata de poner guascas en un plato y llamarlo gourmet. Se trata de cocinar con tiempo, con técnica, y con cuidado.
Sandwicheros: De oficina a cocina

La historia de Sandwicheros empieza en Chiquinquirá: sus fundadores, que trabajaban en el sector financiero, comenzaron vendiendo sándwiches tradicionales en bancos y oficinas de la ciudad para complementar sus ingresos. Se levantaban a las cinco de la mañana, entregaban, puerta a puerta, sándwiches de jamón, queso y lechuga.
Apostaron por el pan. Y ganaron. Con una inversión inicial de 11 millones de pesos, que incluyó una estufa y nevera de casa, comenzaron a experimentar con nuevos sabores, lo que llevó a la necesidad de un punto físico. A pesar de las dificultades iniciales para encontrar un local, lograron establecerse frente a la basílica de Chiquinquirá, decorando el espacio con mesas recicladas, luces navideñas y personajes animados.
A pesar de las deudas y el arduo trabajo, Sandwicheros creció gracias a la innovación y la diversificación de su menú. En febrero de 2020, ampliaron su local de 7 a 35 mesas, justo antes de la pandemia. Durante este período desafiante, se adaptaron ofreciendo domicilios y organizando su negocio. La clave de su éxito fue escuchar a sus clientes y ofrecer un servicio atento, lo que les permitió expandirse y ser reconocidos en Chiquinquirá por su innovación.
Hoy tienen un local en Zipaquirá y siguen cosechando éxitos. Sandwicheros es un taller de pan y proteínas, donde cada emparedado tiene carácter. Lo que más sorprende es la coherencia: todo lo que dicen que hacen, lo hacen. Y lo hacen bien.
La Oveja y el Lobo: Hamburguesas con historia

Daniel Forero, discípulo del chef Juan Manuel Barrientos —chef de ElCielo—, estaba en Estados Unidos cuando la pandemia lo obligó a regresar. En ese entonces, era una de las mentes detrás de Idílico, en Medellín. Pero a su regreso, decidió irse para Zipaquirá, su ciudad. En medio del encierro, montó una plancha con su esposa, Alejandra Betancur, y empezó a vender hamburguesas desde la cocina de su casa. Hoy tiene dos locales y una clientela fiel que cruza media Sabana por una carne jugosa.
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La Oveja y el Lobo es un juego de contrastes: lo clásico y lo atrevido, lo suave y lo crujiente. El pan lo hornean ellos. La carne la muelen a diario. Las salsas son caseras. Nada viene congelado. Es cocina rápida, sí, pero hecha como si fuera lenta.
Este lugar no busca parecerse a nadie. Tiene identidad, tiene raíz. Y tiene una comunidad que lo respalda: clientes que saludan por nombre, que piden lo de siempre. Eso también es cocina: crear tribu.
Don Bigotes: México con D mayúscula

Fabián Vidal trabajó 16 años en restaurantes mexicanos. Aprendió los secretos de la cocina tradicional: la nixtamalización, el uso de chiles secos, la importancia del maíz criollo. Tras asesorar restaurantes mexicanos en Bogotá y Medellín —y cerrar su taquería en el centro de Bogotá debido a la pandemia— montó Don Bigotes en Zipaquirá, y lo hizo con una idea clara: traer México sin caricaturas.
Aquí las tortillas se hacen a diario, con maíz azul y amarillo. Los tacos se sirven en pares, como dicta la costumbre, y vienen con cebolla, cilantro y limón. Hay pastor, hay suadero, hay carnitas. Pero también hay cochinita, birria y tinga. El sabor es auténtico, sin concesiones.
Gorila: Reinvención con pan y carácter

Gorila lleva tatuada en su historia la palabra “reinventarse”. Nació como café de autor en Bogotá, pero el cierre de su local en la Plaza Central los obligó a repensarse desde la raíz.
En Zipaquirá, la marca resurge con otra piel: ahora son hamburguesas. El mismo espíritu joven, urbano, algo punk, pero con pan brioche y queso fundido en lugar de espresso. La carta es breve pero certera: carne jugosa, cocción precisa, salsas hechas en casa, papas crujientes. No hay pretensiones, solo sabor.
La experiencia previa como baristas y gelateros no desaparece. Se nota en los detalles: helados creativos, malteadas, postres con técnica, bebidas que mezclan lo dulce con lo inesperado. En la barra suena hip hop. En las mesas, grupos de jóvenes se ríen entre bocados y selfies.
Gorila no busca imitar tendencias ni seguir recetas ajenas. Hace lo suyo con honestidad. Y en una ciudad que aprende a comer con gusto, eso se agradece.
El Puerco y el Pollo Bandido: Cuando el humo sabe a hogar

El nombre es una provocación, pero detrás hay técnica. En este restaurante, la tradición estadounidense se mezcla con los sabores criollos de la sabana cundiboyacense. No es un asadero cualquiera. Es un templo del fuego lento.
El Puerco y El Pollo Bandido nació durante la pandemia, impulsado por la pasión de la cocina de Santiago Melo, su fundador, quien —tras años de experiencia en un club— decidió emprender su propio negocio. Comenzando con alitas en una freidora de aire, pronto se hicieron populares en una plazoleta local.
En busca de un espacio propio, se establecieron con una propuesta diferente, enfocada en el cerdo y el pollo, con preparaciones innovadoras. Su nombre refleja su espíritu creativo y su búsqueda de un estilo urbano. Tras participar en el Zipa Burger Fest, renovaron su carta escuchando a sus clientes, y se consolidaron como un lugar donde se puede disfrutar de sabores auténticos en un ambiente único.
Indirecta: Irreverencia y producto local

Indirecta, en Chía, es un restaurante que fusiona la cocina de autor con el diseño de interiores, creando una experiencia irreverente y memorable. Liderado por Camilo Cortés, un cocinero con experiencia en fine dining, Indirecta busca sorprender a sus comensales con platos que resaltan el producto local y combinaciones inesperadas. Camilo usa técnicas de precisión, pero sabores populares. Su cocina no busca complacer: busca sorprender.
En su carta, se pueden encontrar creaciones como mayonesa de ajo negro, BBQ de tomate de árbol injerto y malteada de chocorramo, que invitan a explorar nuevos sabores y texturas. Es una propuesta innovadora, y sorprende, porque detrás de cada plato hay reflexión, humor, y riesgo.