“El árbol más hermoso del mundo’ es una obra misteriosa”, Ana María Orozco

Óscar Mena
Ana María Orozco define El árbol más hermoso del mundo como el reto más grande de su carrera. Lo que comienza como un monólogo, pronto se transforma en un diálogo sobre el escenario, donde interpreta a una mujer perdida en medio de un parque nacional. Allí se encuentra con Julián, un guardabosques interpretado por el actor peruano Salvador del Solar.
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La obra, escrita por Francisco Lumerman, ha pasado por Buenos Aires, Lima y otras ciudades de Perú con funciones agotadas. El éxito no se debe únicamente a que la protagonista representa a uno de los personajes más queridos del continente, sino también al mensaje desafiante que transmite la historia. En Bogotá se presenta este mes en el auditorio Sonia Fajardo de la Universidad Konrad Lorenz, como una apuesta por el teatro a la antigua: sin música, sin grandes vestuarios, solo los actores y el público. “Estamos en medio de un bosque, sin artificios. Solo nosotros frente al público, y eso genera impacto por la vulnerabilidad que mostramos”, comenta Orozco a Diners.
Para la actriz, volver a Colombia con esta obra es clave. Reconocida por su icónico papel en Betty la fea, busca ahora mostrar otra faceta de su carrera: la actriz de teatro. “El público juega un papel fundamental. Estoy segura de que van a disfrutar esta historia, donde conecto con ellos, los miro a los ojos. Siento el pulso del público cuando una idea les hace sentido o les provoca risa. Eso cambia cada noche, y por eso traemos una obra nutrida y curtida por otros escenarios”, explica.
En El árbol más hermoso del mundo, Ana abre su corazón frente a Julián, en una historia que invita al espectador a detenerse, mirar hacia adentro y reconectar con lo esencial. A su vez, los asistentes se encontrarán con un tercer protagonista: Vernon, el árbol que escucha y observa, testigo silencioso de las palabras, emociones y silencios que marcan la trama.
Diners conversó con Ana María Orozco y Salvador del Solar sobre los desafíos de traer esta exitosa obra a Colombia y cómo el teatro se convierte en una herramienta poderosa para reflexionar sobre una pregunta profunda planteada por el director Lumerman: ¿es posible empezar de nuevo sin dejar partes de uno mismo en el camino?
Lugar: Auditorio Sonia Fajardo Forero (cra. 9 Bis No. 62-43, Ala Sur, Universidad Konrad Lorenz).
Funciones: jueves, viernes y sábados a las 8 p. m.
Después de llenar salas en Argentina y Perú, llegan a Bogotá. ¿Qué expectativas tienen para esta temporada?
Salvador: Francisco Lumerman, el director, es un referente del teatro independiente, y su presencia en este proyecto nos abrió puertas impensadas. Lo interesante del teatro es que, a diferencia del cine o la televisión, está vivo. Va mutando. La obra se ha ido afinando, rozando, enriqueciéndose función tras función. Haber pasado por Buenos Aires, Arequipa, Lima y Córdoba nos hace llegar a Bogotá con alegría, con hambre de compartir.
Ana María: Estoy feliz, muy emocionada. Lo vivo intensamente porque, aunque vivo en Argentina desde hace años, volver a mi país, a mi casa, tiene otro peso. No sé si llamarlo responsabilidad, pero sí una emoción profunda. Me atraviesa distinto.
En Bogotá se suele decir que el público es frío y que el teatro compite con formatos más inmediatos como el stand-up. ¿Lo sienten así?
Ana María: Puede haber algo de eso, pero no me gusta verlo como competencia. Es cierto que Bogotá puede parecer una plaza exigente, pero eso también es una oportunidad. Nosotros estrenamos esta obra en pleno verano porteño, y ahora venimos con una pieza sólida, curtida, que creo que puede tocar al público bogotano por su autenticidad. No se trata de ganar una batalla, sino de conectar.
Ana María, interpretas a una mujer desorientada en medio de una reserva natural. ¿Qué te atrajo del personaje?
Ana María: Esta obra nació como una exploración. Con Salvador teníamos el deseo de trabajar juntos y de hablar de temas que nos movilizaban. Francisco tomó esas inquietudes y empezó a construir la historia. Me atrajo mucho la idea de perderse para encontrarse. No necesariamente en clave dramática, sino como una pausa necesaria, una forma de detener el piloto automático y preguntarse si uno está viviendo la vida que realmente desea. No se trata de tener todo claro, sino de permitir el desconcierto.
Y en tu caso, Salvador, interpretas a un guardabosques. Una profesión poderosa y a la vez muy amenazada en nuestra región.
Salvador: Es cierto. Es una labor valiosísima y, lamentablemente, peligrosa. Hemos perdido muchas vidas de personas que protegían la naturaleza. En la obra, esa dimensión real convive con una metáfora: el árbol más hermoso del mundo, el Sumagasacha, como lo llaman en quechua. La historia nos invita a reconectar con ese niño interior, con nuestra parte más vulnerable y curiosa, más sensible ante la belleza natural. También con la urgencia de despertar frente a su amenaza.
La obra se mueve entre silencios, secretos y aquello que cuesta nombrar. ¿Qué lugar ocupa el silencio para ustedes?
Ana María: Amo el silencio. Me siento muy cómoda en él. Podría ser mimo antes que actriz (risas). Curiosamente, mi personaje es lo contrario: necesita hablar sin parar. Pero eso hace que el silencio tenga más peso. La obra te va llevando por capas y, cuando menos lo esperas, emerge algo esencial.
Salvador: A mí también me gusta el silencio. Compartimos muchos momentos así durante el proceso. Mi personaje, además, ha estado solo durante mucho tiempo en esta reserva, fuera de temporada. Cuando aparece el personaje de Ana, él vuelve a hablar, a vincularse. Pero viene del silencio más profundo, y eso también marca su transformación.
Ana María, en una industria que espera que las actrices agraden, ¿qué lugar le das a lo incómodo?
Ana María: Me interesa mucho. Siempre he ido un poco a contracorriente, no por rebeldía, sino porque genuinamente me conmueven esas zonas incómodas. Hablar de la vulnerabilidad, de lo no resuelto, de lo que incomoda… eso abre puertas internas. Creo que esta obra, si el espectador se lo permite, toca justo esos lugares. Y no le tengo miedo a eso. Al contrario, me nutre.
¿Te pesa que aún se cuestione tu desempeño actoral a estas alturas de tu carrera?
Ana María: Trato de no leer cosas al azar en redes, pero sí valoro las devoluciones. Creo que la crítica es necesaria. El teatro es una propuesta de diálogo. Y todo diálogo, para que sea honesto, necesita puntos de vista distintos.
Salvador: Hay dos tipos de crítica: la del espectador común, que te dice “me gustó” o “no me gustó”, y la crítica especializada, que tiene una función orientadora. La existencia de la crítica nos recuerda que el arte es un riesgo. Si lo eliminamos todo para gustar siempre, entonces el arte pierde sentido. Como dijo mi maestro Alberto Ísola: el teatro es un acto de fe. Y tener fe es creer incluso sin certezas.
Ana María, ¿qué encontraste en Salvador como compañero de escena?
Ana María: Salvador es muy sensible, muy comprometido. Tiene una manera muy honesta de abordar los procesos. Compartimos muchas dudas, muchas preguntas, y eso hizo más rico el viaje.
Salvador: Mis procesos creativos suelen tener momentos oscuros. Pierdo confianza, me cuestiono mucho. En Buenos Aires, a pocas semanas del estreno, atravesé uno de esos bajones. Pensé que lo llevaba bien por dentro, hasta que le dije a Ana: “Fue una semana difícil”. Y me respondió: “Sí, se notaba”. Ana y Francisco fueron claves en ese momento. Su apoyo fue lo que me permitió seguir. Esa solidaridad también es parte de lo que el público ve en escena.
¿Qué te gustaría que el público viera cuando te mire en escena?
Ana María: Es una obra misteriosa. Comienza sin que sepas bien de qué va, luego te encuentras riéndote, y de repente algo más profundo empieza a asomar, sin pretensiones. A veces nos conmueve en escena con su propia simpleza. Ojalá el público se lleve una reconexión con lo esencial, con aquello que la rutina suele adormecer.