John F. Kennedy: el héroe de la Guerra Fría

De John F. Kennedy sobrevive su imagen de joven carismático, enemigo del comunismo, defensor de las minorías y gestor de la Alianza para el Progreso. Sin embargo, su mandato también estuvo marcado por los problemas.
 
John F. Kennedy: el héroe de la Guerra Fría
Foto: Wikimedia Commons
POR: 
Gabriel Iriarte Nuñez
Publicado originalmente en Revista Diners No. 283 de 1993

Hace treinta años murió asesinado John Fitzgerald Kennedy uno de los presidentes más populares de Estados Unidos y junto con Franklin Delano Roosevelt, el que mayores simpatías ha despertado en el mundo entero en lo que va corrido del siglo XX. El que fuera el primer mandatario católico de la gran potencia del Norte, sumó a su carisma personal una serie de factores que lo convertirían en un auténtico mito de los tiempos modernos: esposa despampanante; hijos encantadores; dinámicos hermanos; un padre multimillonario; amistades de la cúpula del jet set, y enredos de faldas más o menos públicos… más o menos clandestinos. Esto, sin tener en cuenta que, cuando pasó a ser inquilino de la Casa Blanca, su país disfrutaba todavía de la bonanza estratégica y económica resultante de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de Bill Clinton, Kennedy contó con un enemigo externo contra el cual pudo desarrollar una política bipartidista y unificar a la opinión pública de su nación.

Fue uno de los pioneros en la defensa de los derechos de los negros norteamericanos, y pocos le restan méritos en cuanto a la lucha que llevó a cabo contra ciertos monopolios industriales y, en una forma que aún suscita polémicas, contra los mafiosos de su país. Lo que sí nadie le disputa a J. F K. es su papel de campeón en la lucha contra el comunismo. Su padre fue amigo cercano y mecenas del tristemente célebre senador McCarthy, y su hermano Robert formó parte del staff de este último.

Prácticamente todas las actuaciones notables de Kennedy en la arena internacional formaron parte del que sin duda constituyó uno de los períodos más críticos de la Guerra Fría. En la otra orilla estuvo en todo momento el rechoncho y tosco líder del Kremlin, Nikita Kruschev, tratando de ganar la partida a su joven adversario de Washington, quien en su discurso de posesión había advertido en tono enérgico que “en aras del triunfo de la libertad pagaremos cualquier precio, sobrellevaremos cualquier carga, sufriremos cualquier penalidad, apoyaremos a cualquier amigo y nos opondremos a cualquier enemigo”. En los dos años y diez meses que duró el mandato de Kennedy, los jefes de las dos superpotencias midieron fuerzas en Berlín, Cuba e Indochina, en la carrera armamentista y hasta en el espacio. Los acontecimientos que sucedieron a lo largo de esta breve pero aguda confrontación afectarían la política mundial y el destino de Estados Unidos y la Unión Soviética a lo largo de casi treinta años.

Alianza para el progreso

Desde un comienzo, Kennedy y sus asesores comprendieron que era menester prestar atención a las relaciones de Washington y Latinoamérica, una región que estaba entrando en una etapa de inestabilidad social y política que podía poner en peligro no solamente los intereses de las compañías norteamericanas sino también la seguridad de Estados Unidos. La intervención de la CIA en el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala, siete años antes, y el triunfo de Fidel Castro en Cuba, eran apenas los signos más obvios de que algo estaba ocurriendo en el “patio trasero”.

La amenaza del comunismo y los sentimientos “antiyanquis” no podían, según la nueva administración, encararse mediante el uso de Ia fuerza y el apoyo irrestricto a las oligarquías tradicionales de América Latina y, menos aún, identificándose con tiranías como las de Somoza, Trujillo o Duvalier. Era preciso, entonces, ensayar una nueva aproximación a los problemas del área con el doble objetivo de eliminar las condiciones socioeconómicas que facilitaban la infiltración subversiva y mejorar la imagen de Estados Unidos. Lo anterior tornábase más urgente, puesto que la Casa Blanca estaba al tanto de la inminente invasión a Cuba por parte de elementos anticastristas entrenados, armados y dirigidos por la CIA, algo que, con toda seguridad, no sería aprobado por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.

El equipo nombrado por Kennedy para preparar lo que a la postre se conocería como la “Alianza para el Progreso”, terminó su extenso informe pocos días antes que el presidente proclamara su novedosa estrategia. El documento anota:

El entusiasmo popular que han despertado las reformas sociales de Cuba explica por qué la mayoría de los latinoamericanos no comparte nuestra preocupación por la progresiva orientación comunista de ese país. (…) Castro es hoy un símbolo de esperanza para millones de latinoamericanos… El objetivo de excluir la influencia soviética sólo se logrará mediante una identificación más estrecha con las necesidades y aspiraciones del pueblo, especialmente con la necesidad de llevar a cabo reformas sociales.

El 13 de marzo de 1961, Kennedy reunió en la Casa Blanca a todo el cuerpo diplomático latinoamericano, ante el cual pronunció uno de sus discursos más trascendentales, basado en el reporte anteriormente citado:

Del buen éxito de la lucha de nuestros pueblos, de nuestra capacidad para brindarles una vida mejor, depende el futuro de la libertad en las Américas… el no consagrar nuestras energías al progreso económico y a la justicia social… constituiría un monumental fracaso de nuestra sociedad libre. (…) Por eso he hecho un llamamiento a todos los pueblos del hemisferio para que nos unamos en una nueva Alianza para el Progreso, en un vasto esfuerzo de cooperación… a fin de satisfacer las necesidades fundamentales de los pueblos de las Américas, las necesidades fundamentales de techo, trabajo, tierra, salud y escuelas.

A partir de entonces y durante casi una década, Estados Unidos invertiría varios miles de millones de dólares en programas de ayuda a Latinoamérica y despacharía a legiones de “Cuerpos de Paz” con el objeto de mitigar los sufrimientos de sus pobres vecinos del sur. Sin embargo, esta nueva versión del Plan Marshall jamás alcanzó los éxitos esperados por su inspirador: las dictaduras siguieron dominando el panorama político de la zona, los movimientos revolucionarios proliferaron por doquier, los campesinos continuaron sin tierra, las necesidades de vivienda y educación se multiplicaron, y la situación económica no mejoró para las inmensas mayorías.

Pero en su momento, Kennedy se convirtió, al igual que Fidel Castro, en un héroe para millones de latinoamericanos. Precisamente, este último afirmó que “A Cuba y sólo a Cuba se debe esta llamada Alianza”. Richard Goodwin, cercano colaborador de Kennedy diría años más tarde al respecto: “En cuanto a Castro, tenía razón parcialmente: menos de lo que él creía y más de lo que nosotros estábamos dispuestos a admitir”.

Bahía Cochinos

Ya desde la administración Eisenhower, y ante la progresiva radicalización del gobierno de Castro, los estamentos militares y de inteligencia norteamericanos llegaron a la conclusión de que era imprescindible, tal como lo habían hecho con Arbenz en Guatemala, derrocar al díscolo comandante de La Habana utilizando combatientes cubanos pero con el apoyo logístico de Estados Unidos. Cuando Kennedy asumió el poder, la operación ya estaba casi a punto y sólo faltaba la luz verde por parte del primer magistrado, quien, luego de intensas vacilaciones, estuvo de acuerdo, siempre y cuando no participaran efectivos norteamericanos.

Según los expertos de la CIA y el Pentágono, el desembarco de la brigada anticastrista tomaría por sorpresa a las mal equipadas tropas de La Habana y provocaría un levantamiento popular contra el “dictador comunista”.

Lo cierto es que la invasión, que comenzó a mediados de abril de 1961, pocas semanas después del lanzamiento de la Alianza para el Progreso, terminó en un completo fracaso. El ejército cubano resultó estar mucho mejor armado de lo que los cerebros de la CIA creían y hasta hizo gala de una clara superioridad aérea sobre los vetustos aviones destinados a proteger a los invasores.

No hubo insurrección alguna contra Castro, y en pocos días los contingentes de exiliados, que jamás pudieron establecer una cabeza de playa sólida, fueron muertos o apresados. El desastre de Bahía Cochinos causó enormes problemas a la recién inaugurada administración Kennedy. Por un lado, la derecha estadounidense elevó su voz de protesta en el sentido de que Washington había abandonado a su suerte a los luchadores anticomunistas al negarse a prestarles el respaldo necesario para triunfar. Por el otro, quedó en evidencia la complicidad y la participación, así fuera tímida, del gobierno de Kennedy en la malograda aventura intervencionista. Y, finalmente, el mensaje que recibió Moscú fue el de que se enfrentaba a un líder inexperto, vacilante y débil, incapaz de resistir el juego duro de Kruschev.

De la luna a Berlín

Días antes de la debacle de Bahía Cochinos, los soviéticos asombraron al mundo con la noticia de que habían colocado a un hombre, Yuri Gagarin, en la órbita de la Tierra durante 24 horas y lo habían traído de regreso sin contratiempos, La carrera del espacio había comenzado. Para la URSS la hazaña de su cosmonauta configuraba una victoria sin precedentes. Para Estados Unidos representaba un desafío doble. Sus enemigos no sólo se colocaban a la cabeza de la conquista del espacio y aparentemente conseguían una clara superioridad científica y tecnológica, sino que, aún más grave, esa tecnología era la que se empleaba en el desarrollo de misiles nucleares de mediano y largo alcance. La carrera armamentista también se había disparado.

Un mes después, en mayo de 1961, Kennedy comprometió a su país en un costosísimo plan de exploración del espacio cuya meta era colocar al hombre en la Luna. Más de US$56.000 millones se destinaron al cumplimiento de este propósito, que se lograría ocho años más tarde. La Guerra Fría se trasladaba así al cosmos. Quedaba por definir el espinoso problema de las pruebas atómicas en la atmósfera, componente esencial del perfeccionamiento del arsenal estratégico de las superpotencias.

Y la cita fue en la capital austriaca, Viena. En junio de 1961 se reunieron en la cumbre, por primera y última vez, Kruschev y Kennedy para discutir la situación de Berlín y Laos, así como la cuestión de los experimentos nucleares, el factor más contaminante del ambiente, cuyos efectos con toda seguridad aún padecemos los mortales. El match fue intenso. Como era de esperarse, el cabecilla del Kremlin mantuvo la iniciativa y centró sus ataques en el problema de Berlín, dejando de lado el resto de la agenda prevista.

Según su opinión, la presencia de tropas norteamericanas en la antigua capital germana era “una espina en la garganta” para los soviéticos y, de no eliminarse, Moscú firmaría un pacto militar con el régimen de Alemania Oriental. Agregó que si por tal motivo Estados Unidos se embarcaba en una guerra, la URSS nada podía hacer para impedirlo. Kennedy se mantuvo firme y la cumbre fracasó.

Kruschev no perdió el tiempo. Convencido de que tenía que vérselas con un muchachote ingenuo de Nueva Inglaterra,cometió dos de los tres errores garrafales de su vida en materia de política exterior. En agosto de 1961 empezó a levantar el Muro de Berlín, adefesio que sería repudiado y finalmente echado abajo por todos los alemanes, tanto del Oriente como del Occidente. Y, en septiembre, reanudó las pruebas atómicas en la atmósfera, con grave perjuicio para la humanidad.

La respuesta de Kennedy “nos espera un invierno muy frío” fue su comentario al culminar la cumbre de Viena no se hizo esperar. Dio vía libre a las pruebas nucleares subterráneas, y tomó una serie de medidas drásticas: pidió al Congreso un incremento de US$3.500 millones en el presupuesto de defensa, decretó la movilización de reservistas e instó a sus con ciudadanos a construir refugios antiaéreos. Desde la Segunda Guerra Mundial no se había visto algo parecido. El territorio de Estados Unidos estaba amenazado. Lo que en ese instante no se sabía era que la amenaza provenía de un lugar mucho más cercano: Cuba.

La crisis de los misiles

Octubre de 1962. Calma chicha en la Guerra Fría. Sin novedad en el frente. Las miradas de los contrincantes se dirigían hacia arriba, hacia el espacio exterior. Entre tanto, los técnicos soviéticos trabajaban febrilmente en un proyecto terreno, muy terreno: la construcción de varias plataformas de lanzamiento de misiles nucleares de alcance intermedio (3.500 kilómetros) en el occidente de la isla de Cuba, capaces de alcanzar territorio estadounidense en pocos minutos y dar muerte a decenas de millones de personas. Fue la tercera y más funesta equivocación de Kruschev, y la que según muchos analistas le costaría el puesto de mandamás del Kremlin.

En ese octubre de 1962, aviones espías de Estados Unidos descubrieron emplazamientos de cohetes atómicos que podrían entrar en servicio en un plazo muy corto. El momento crucial de la carrera de J. F Kennedy había llegado. ¿Qué hacer ante tamaña provocación? Había quienes, entre sus asesores, recomendaban un ataque demoledor contra Cuba para acabar, de una vez por todas, con la amenaza comunista en el Hemisferio. Otros opinaban que la respuesta debería ser firme pero cautelosa. Al fin y al cabo el mundo afrontaba quizá la crisis más peligrosa de su historia, la de una hecatombe nuclear.

Kennedy, el novato de Bahía Cochinos y Viena, alcanzó una estatura grandiosa merced a la bravuconada de Kruschev. Junto con su hermano Robert, el presidente se puso de inmediato al frente de la situación y, con una serie de acciones, recuperó la iniciativa. En el lapso de apenas cuatro días decretó un rígido bloqueo naval sobre la isla, informó a sus compatriotas de la situación, obtuvo el visto bueno de la OEA para la “cuarentena” contra Cuba y demostró en el Consejo de Seguridad de la ONU, con pruebas irrefutables, que los soviéticos estaban a punto de establecer una gran base nuclear en el Hemisferio. Simultáneamente Kennedy advirtió que cualquier misil disparado desde Cuba sería considerado como un ataque directo de la URSS contra Estados Unidos y que este país respondería con todos los medios a su alcance; así mismo, notificó que hundiría cualquier barco que intentara romper el bloqueo impuesto a Cuba.

Ante semejante respuesta, Moscú retrocedió con prontitud, incluso más rápidamente de lo que los más optimistas hubieran pensado. Las embarcaciones soviéticas que navegaban hacia la isla se detuvieron y varias de ellas regresaron. Por último, sin que mediara consulta alguna con el comandante Castro, Kruschev y Kennedy llegaron a un acuerdo que puso fin a la crisis: la URSS retiraba sus misiles de Cuba con la supervisión de la ONU, compromiso de La Habana de no instalar nunca armas ofensivas en su territorio y promesa de Washington de no intentar jamás una invasión a la isla. Kennedy había logrado un triunfo sin precedentes. Según una encuesta llevada a cabo días después de la crisis, el 83 por ciento de los norteamericanos aprobaba la gestión de su mandatario.

Después de la tormenta llega la calma. Una vez pasada la prueba de fuerza de los misiles, las dos superpotencias iniciaron un breve período de distensión, el cual se puso de manifiesto con el Tratado de suspensión de los ensayos atómicos y el establecimiento de una línea telefónica directa entre la Casa Blanca y el Kremlin, la llamada “línea roja”. Kruschev, pues, había sido derrotado en dos de las tres empresas en que se embarcó: las pruebas nucleares y los misiles de Cuba. En el caso de Berlín, su derrota sería póstuma, aunque en vida tuvo que soportar el célebre discurso de Kennedy ante el Muro, en el verano de 1963, durante el cual dijo: “¡lch bin ein Berliner!” (¡”Soy un berlinés!”).

Indochina

No están equivocados quienes afirman que la intervención de Estados Unidos en el conflicto indochino comenzó en firme durante la administración Kennedy. Después de los fracasos de Bahía Cochinos y la cumbre de Viena, Kennedy manifestó a James Reston: “El problema que ahora se nos presenta es hallar el medio de hacer patente nuestro poderío, y Viet Nam parece el lugar apropiado”.

Para entonces el presidente ya se había comprometido con las fuerzas anticomunistas de Laos y planeaba enviar tropas a Tailandia. Cuando Kennedy llegó a la Casa Blanca, en Viet Nam había 800 asesores militares estadounidenses y la administración anterior donaba 300 millones de dólares anuales al régimen de Saigón, a cuya cabeza se encontraba un hombre autoritario y enemigo abierto de la democracia, Ngo Dinh Diem.

Kennedy no solamente ratificó el compromiso de Eisenhower de apoyar a Diem, sino que, en pocos meses, incrementó el contingente de asesores a más de 16.000 hombres. De manera lenta pero progresiva, Estados Unidos quemaba sus naves en lo que a Viet Nam se refiere, estimulado por los optimistas informes que sobre la situación político militar de aquel país daban los estrategas del Pentágono.

Aparte de involucrarse en la guerra civil vietnamita hasta el punto de no retorno, Kennedy cometió, en los últimos días de su vida, un craso error: respaldó la conspiración de los generales opuestos a Diem. El 2 de noviembre de 1963, el dictador survietnamita fue depuesto y asesinado, con lo cual Estados Unidos adquirió un compromiso adicional con los sucesivos gobernantes de Saigón.

Supuestamente, la caída de Diem era un mal necesario para aclimatar la libertad en Viet Nam del Sur e impedir así el avance de los comunistas del Norte. No obstante, la situación, lejos de cambiar, empeoró con el tiempo, y lo que en 1963 apenas era un conflicto de reducidas dimensiones se convertiría, en menos de un año, en uno de los mayores focos de tensión del siglo XX. Sin saberlo, Kennedy sentó las bases de lo que sería el más grande fracaso militar, diplomático y político de la historia de su nación. Fracaso que además, acabó con el consenso bipartidista que había prevalecido en Estados Unidos desde los años treinta y dividió como nunca antes a la sociedad norteamericana.

El legado que dejó John F. Kennedy a sus con ciudadanos y al mundo no es fácil de evaluar porque su mandato quedó trunco y porque las consecuencias de la Guerra Fría, de la cual fue protagonista principal, todavía son materia de análisis. Sin embargo, es posible establecer varias realidades indiscutibles. Kennedy fue uno de los pocos mandatarios de Estados Unidos que al menos trató de instaurar una relación más cercana con América Latina y de comprender sus problemas.

A pesar de sus errores iníciales, logró contener temporalmente la ofensiva soviética y, en ciertos casos, hizo retroceder a Moscú. El manejo que le dio a la crisis de los misiles demostró que poseía cualidades de gran estadista. Sus triunfos y sus descalabros estuvieron signados por la época histórica que le tocó vivir. La intervención en Viet Nam, quizá el fardo más pesado que heredaron sus sucesores, fue un desacierto que con seguridad hubiera cometido cualquier otro presidente norteamericano.

En el frente interno alcanzó notables realizaciones económicas y sociales que lo convirtieron en un prócer nacional. Pero por sobre todo, su carisma fue superior a cualquiera de sus acciones, positivas o negativas. Al respecto anota el periodista Hedley Donovan, quien conoció de cerca a nuestro personaje: “Para muchos millones de personas, John Kennedy es el héroe romántico, martirizado y por siempre joven. Más que cualquier política o hecho concreto, su mayor realización es precisamente su leyenda”.

         

INSCRÍBASE AL NEWSLETTER

TODA LA EXPERIENCIA DINERS EN SU EMAIL
junio
5 / 2019