Jesús Abad Colorado: el hombre que fotografía la memoria

Jesús Abad Colorado ha visto cómo sufre Colombia y ha explorado la belleza en medio del dolor. El Gran Premio Simón Bolívar a la vida y obra nos lleva a ahondar en su mirada del mundo.
 
Jesús Abad Colorado: el hombre que fotografía la memoria
Foto: Jesús Abad Colorado - Iglesia de Bojayá 2015
POR: 
Enrique Patiño

La mente de Jesús Abad Colorado sigue el principio de la fotografía impresa en papel: ve el mundo como aquellos laboratoristas de antaño, encerrados en cuartos oscuros semiiluminados por una luz roja en los que se procesaban las imágenes de los ya casi extintos rollos Ilford, donde era posible ver cómo emergía la luz captada entre las sales de plata y cómo la emulsión expuesta reaccionaba a los químicos reveladores y fijadores para materializarse y convertirse en memoria. Este fotógrafo, nacido en Medellín y ganador del Gran Premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista en 2024, antes que fotografiar, transforma los recuerdos.

Su habilidad es doble: por un lado, busca una mirada ética y se acerca a la historia invisibilizada del país con su cámara, como si fuera un deber personal y una sanación necesaria para la historia que vivió su familia, así como cientos de miles de colombianos más. Por el otro, procesa lo vivido para que la luz emerja de la barbarie misma. Gracias a ello, sus imágenes no son retratos sueltos, sino historias con nombre y lugar. Sus fotografías nos cuentan la realidad dura, cruenta, dolorosa y brutal de Colombia, pero también su profundidad y belleza. En su lente, la muerte también es un anhelo de vida. Corría el año 2010 y Jesús Abad Colorado llevaba ya dos años trabajando con el Grupo de Memoria Histórica. Había estado recogiendo información y haciendo fotos sobre lo vivido en el municipio de Trujillo (Valle del Cauca) y sus 342 víctimas de homicidio, tortura y desaparición forzada, además de otras once masacres e historias de poblaciones afectadas por la violencia, entre esas la de San Carlos, la tierra de su familia. Una vez completado el trabajo del día, decidió buscar en la hemeroteca algo que nunca había investigado: quería saber si de alguna manera se había reportado la muerte de su abuelo, José María Colorado, y la de su tío, Germán, asesinados el 17 de agosto de 1960 justamente allí, en San Carlos (Antioquia).

Adolfo Oquendo,Peque Antioquia/2001 – Foto Jesús Abad Colorado

Con guantes y gran delicadeza abrió los diarios de la época, frágiles ya por el paso de los años. Página tras página leyó titulares, hasta que encontró una nota breve del 19 de agosto de 1960 en la que se mencionaba su asesinato en la vereda Patio Bonito. Lloró como pocas veces y luego llamó a su esposa para contarle. No fue capaz de seguir tomando fotos. Lo embargó el dolor de comprobar que solo contando la historia se puede dar cierre al dolor. Y entendió también cuál es la valía de su trabajo como fotógrafo de las guerras internas del país y sus extensas secuelas: que la memoria repara.

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“Fue un hecho muy doloroso en la familia. Mi papá decidió irse de San Carlos desplazado por la violencia y nunca quiso volver al lugar de los hechos. Otro tío mío fue asesinado en el Magdalena Medio para quitarle su tierra. Dos primos fueron desaparecidos, el primero, padre de tres niñas, en 1981, en Cimitarra, por parte del Ejército; y el otro, en 1994, por la guerrilla de las FARC, en un secuestro. Una prima también fue fusilada en 2002 por las FARC. En ese momento entendí que las fotos que hago permiten que muchas víctimas puedan reclamar para que les crean que lo que vivieron sí sucedió y comiencen los procesos de reparación”.

Un caso reciente le recordó ese poder de la memoria. Sucedió en el municipio de Peque (Antioquia), adonde volvió 22 años después de la matanza que cometieron allí los paramilitares en julio de 2001 y que provocó el éxodo de cuatro mil personas. Entonces vio a Adolfo Oquendo con sus dos hijos. Recordó su nombre y que lo había visto en la acera del pueblo más de dos décadas atrás, con sus dos hijos, con una gorra similar. Le faltaban brazos para estrechar más a sus hijos del dolor que lo invadía. Adolfo no lo recordaba bien, pero cuando Jesús Abad se identificó, le contó que gracias a su foto creyeron su historia y lo repararon como víctima del conflicto.

Por eso, justamente, empezó a hacer fotos: para que nadie olvidara.

Paras, Operación Mariscal, Medellín/2002 – Foto Jesús Abad Colorado

Pero hay que ir más atrás en el tiempo, al barrio La Pradera, en la Comuna 13 de Medellín, donde creció Jesús Abad, casi bajo un árbol de mango que en ese entonces trastearon sus padres en un tarro de galletas y que aún hoy da frutos. Su padre había salido de San Carlos junto con su familia y tuvo que sobrevivir con un trabajo en la Universidad Nacional, en el área de Zootecnia, que le permitió adaptar el lote que compró para sembrar allí limones y plantas aromáticas, criar gallinas y tener un corral. Entre animales de granja y verde, Jesús vivió una infancia sencilla y apacible, en un hogar católico —a todos los hermanos los bautizaron con nombres bíblicos— y bajo la generosidad de sus padres, Héctor y Josefa, dedicados a producir alimentos para compartirlos con sus hijos. Pero se fue enterando de las historias de su familia y vio cómo llegaban más y más tíos desplazados.

La curiosidad de saber qué pasaba en realidad lo llevó a estudiar periodismo, incentivado además por su hermana mayor, que leía el diario El Mundo, y le recordaba que los extremos ideológicos se tocan y los actos de barbarie nunca se deben justificar, vengan de donde vengan. “Heredé así esos dolores de la familia que laceraban el alma, ese silencio de no poder hablar de hechos que dolían tanto”. Una canción que hacía llorar a sus tíos y padres, Las acacias, le reveló hace pocos años, en sus letras, cuál es el sentimiento que cargan tantos miles de colombianos:

“Los que fueron la alegría y el calor de aquella casa se marcharon; / unos muertos, y otros vivos… / que tenían muerta el alma”.

Comando Policía Bojayá, Chocó/2002 – Foto Jesús Abad Colorado

A medida que avanzaba en la carrera, les ocurrían más hechos violentos a familiares y amigos, llenos de sevicia y brutalidad. En 1987, sucede la barbarie de 17 estudiantes y profesores asesinados por defender los derechos humanos. Jesús Abad entiende en su primer año de carrera que quiere ser reportero gráfico. Lo hace con cámaras prestadas por la universidad. Primero toma fotos de bautizos o fiestas, con un telón de fondo, pero luego se da cuenta de su habilidad para captar los detalles, como sugería el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson: se fija en la hostia, en el anillo, en los gestos de los invitados.

El giro definitivo hacia la fotografía de país es cuando retrata la visita de dos candidatos a la presidencia en 1990, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, y a ambos los asesinan a los pocos días. Tuvo en las manos fotos de sucesos históricos y su profesor lo induce a trabajar en diarios. Finalmente, entra en 1992 como practicante a El Colombiano, donde trabajó hasta 2001, antes de independizarse para seguir recorriendo el país con sus cámaras Canon, sus películas Ilford HP5 Plus en blanco y negro, su lente favorito de 135 mm, y zoom de 24-70 mm y 70-210 mm. El equipo era pesado, y hoy sus rodillas resentidas tienen platinas y seis tornillos por sus caídas en terreno, y también un daño en el hombro izquierdo, y cirugías en los dos hombros.

“Toda mi vida me moví en el fango. Tanta trocha hace mella”, dice.

Así, Jesús conoció la geografía del país, desde la guerra, y nunca ha perdido la esperanza.

“Empecé a hacer fotografía del dolor, pero desde la belleza de la gente que expresa la tragedia en la cara. A veces los editores me preguntaban: ‘¿Dónde están los cuerpos?’. Les decía que en el rostro de los vivos. Ahí está la tragedia. Tengo las fotos que pedían como prueba de lo que sucedió, en caso de que alguien diga alguna vez que fue mentira. Pero no las muestro porque hasta los muertos tienen dignidad. La fotografía junta la ética y la estética, y debe conectar con nuestra humanidad”, recalca el periodista.

En su búsqueda del pasado nacional, Abad se ha dado cuenta de que se han olvidado los 300.000 muertos de mitad de siglo porque no hay registros gráficos de esa época, salvo imágenes del Bogotazo y poco más. También registra la naturaleza afectada. Precisamente, recuerda una ampliación que hizo de un árbol con treinta y seis impactos de bala o los animales que cargaban los desplazados en los brazos para no dejarlos atrás.

De hecho, la naturaleza le ha dejado la lección más grande de que es posible sanar. Hace poco volvió a Machuca (Antioquia), adonde había ido a cubrir la muerte de 84 personas en 1998, tras la voladura del oleoducto central por parte del ELN. Recordaba haber visto los árboles calcinados y el impacto violento en el río Pocuné, que ya había sido contaminado por cuatro mil barriles de petróleo. Hoy, la naturaleza ha vuelto. El verdor y la belleza no ocultan las heridas, pero la vida es más persistente que la muerte. El río representa la memoria: lleno de dolor, pero decidido a seguir fluyendo y a contagiar la vida.

Cecilia Mosquera/2019 – Foto Jesús Abad Colorado

“Aprendí a contar nuestra historia sin herir los ojos de la gente, a producir una reflexión sin generar odio ni sed de venganza. Tengo en mi poder la foto de las 79 personas que murieron dentro de la iglesia de Bojayá (Chocó) y a las que llevaron a una fosa común. Pero no verá la luz. Es apenas una prueba del horror vivido”, dice.

Para Jesús, su foto emblemática del Cristo mutilado de la iglesia de Bojayá simboliza a Colombia: un país cristiano que no respeta la vida del otro. Una foto adicional también lo representa, porque el nuestro es un país de extremos: la de su papá y su mamá en 2013, al lado de una hermana de crianza, exhibiendo la riqueza de los productos que sembraban en su huerta, como símbolo de generosidad y reconstrucción.

Nueva Venecia Ciénaga, Magdalena/2016 – Jesús Abad Colorado

Muchas veces no ha podido más. Se ha quebrado de dolor. Le sucedió en Bojayá. O en Machuca, donde encontró 35 cuerpos carbonizados dentro de una iglesia. Cuando un hombre descargó el cuerpo de una niña sobre una lata, no pudo más. Es imposible no llorar un país que mata los sueños y ve enemigos en los hermanos. Por eso recuerda la sonrisa de María Cecilia Mosquera, que perdió a sus tres hijos y a su esposo en Segovia, con el cuerpo cubierto de heridas por el fuego, pero ahora sonriente. Y a María Solina, que perdió a sus padres en los años cincuenta en Peque y repitió tragedia en 2001. Ahora, a sus ciento un años, regala la esperanza.

Jesús Abad es memoria. Sabe los nombres y conoce las historias. Es un cuarto oscuro que transforma el horror en luz. Y al que le importa el otro. De hecho, me pregunta quién soy y qué historia tengo. Le interesa saber quién lo entrevista. Le cuento que a mi hermana Clara la desaparecieron en Santa Marta y que escribí un libro sobre ella. Me ayuda con pistas de los posibles autores, según el año de los hechos. Es así: le importan las personas.

“El único mandamiento debería ser amar al prójimo. Ya es hora de que este país conozca más el amor que el dolor”, concluye.

         

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enero
7 / 2025