Un novato en la ciclovía de Bogotá

Rafael García
El bloqueo creativo no apareció frente a la hoja en blanco. Llegó antes, cuando tuve que elegir un tema sobre el cual escribir. “No sé sobre qué escribir” se volvió un mantra que repetía sin pensar. La solución vino en forma de consejo: “Escribe sobre algo que no te guste. Ve a la ciclovía de Bogotá y escribe de eso”. Sospecho que el comentario incluía una insinuación sobre mi peso.
Tengo 33 años, más cerca de los 90 kilos que de los 75 que recomienda el médico. Fumo un paquete de cigarrillos al día (dos cuando hay estrés), como mal y me muevo menos que Cerati. Nunca he ido a la ciclovía y jamás he querido hacerlo. No me interesa el mundo fitness, ni sentirme revitalizado por el ejercicio, ni subir selfies desde el gimnasio con camisetas talla S empapadas en sudor.
Aun así, la idea me pareció viable ir a la ciclovía de Bogotá…
Tal vez escribir sobre algo desconocido sería más sencillo. Y aunque no lo quise admitir, quizá me terminaba gustando. A los 33 ya no se siente la inmortalidad de los 20, ni esa arrogancia de creer que el cuerpo aguanta todo sin consecuencias.
Hoy, la Mylanta compite con el aguardiente y el “dámelo con adición de queso y tocineta” empieza a ceder terreno ante el “mejor no, me cae pesado a esta hora”.
Ir a la ciclovía implicaba más de lo que imaginaba. Llevo años dedicando mis domingos a dormir hasta el mediodía. Pero por el bien de esta historia, decidí madrugar. A las 9:30 ya estaba en pie y media hora después iba en el carro rumbo a mi destino. Sí, en carro. Manejar hasta un sitio para caminar o montar en bici suena contradictorio. Pero si no lo hacía así, corría el riesgo de agotarme antes de empezar y tener que regresar derrotado.
Estacioné en un centro comercial…
Me tranquilizó ver otros carros. La tranquilidad se diluyó al notar que quienes se bajaban eran adultos mayores o padres con niños pequeños.
Entré a la ciclovía de la Avenida del Poblado esperando un desfile de vanidad o una pasarela de atletas. Me equivoqué. No era un carnaval de endorfinas ni de cuerpos esculpidos. Poca gente parecía interesada en destacar, y menos aún en fingir que no querían hacerlo.
Tuve que soltar el prejuicio. Me encontré con familias: con hijos, con perros, con abuelos. Más atentos al paso del niño, del perro o del abuelo que al rendimiento físico propio. El ambiente era tranquilo, sin pretensiones. Caminé un par de kilómetros sin sentirme observado ni evaluado por jueces invisibles.
Al terminar, no me sentí más sano ni transformado. No cambié mi estilo de vida, ni decidí hacerle caso al médico. Ir a la ciclovía no me convirtió en mejor persona ni en embajador de la vida saludable. Pero mientras manejaba de regreso a casa y encendía un cigarrillo, pensé: no es tan mal plan como creía. De pronto vuelvo la otra semana.