Jefferson García, el chef que se inspira en los páramos

Sandra Martínez
Jefferson García tiene tanta determinación que, a los 33 años, dijo que abriría su propio restaurante. Y así fue. Sin más ni menos. Con una disciplina a prueba de fuego, y una curiosidad insaciable, inauguró hace un par de meses Afluente, su primer restaurante, en una casa del barrio Chapinero.
Sentado en la panadería Híbrido, a pocas cuadras de su restaurante, García cuenta que “Afluente se basa en investigar los páramos y la conectividad entre el agua y la despensa de Colombia. Busca concientizar al público acerca de la importancia de este ecosistema, visibilizar a los campesinos del país y ser un referente de la gastronomía en Colombia”.
“No he ido aún a su restaurante. Haría un Lima-Bogotá solo por probarlo, porque es un gran cocinero; además, es un gran líder y trae nuevos aires a la cocina colombiana que aterrizan mucho con la geografía y el territorio; tiene una visión innovadora y global de lo que es ser colombiano hoy en día. (…) Creo que Jeff tiene un gran futuro, pero también tiene una oportunidad y una responsabilidad de llevar la cocina colombiana al siguiente nivel”, afirma el chef peruano Virgilio Martínez, de Central, restaurante número uno del mundo en 2023.
Pero el camino hasta aquí no ha sido sencillo. Ha sido una larga trayectoria de subidas y bajadas. García cuenta que de niño vivía en Lucero Bajo, un barrio en la localidad de Ciudad Bolívar. “Era un ambiente peligroso, duro, violento”, dice. Así que sus padres tomaron la decisión de irse a buscar una nueva vida en Ibagué con él y sus dos hermanos. “Eso fue lo mejor que nos pudo pasar”, asegura.

En la capital tolimense, García conoció su primera pasión: el deporte. Empezó con el fútbol, pero luego un amigo le dijo que podía ganar dinero recogiendo pelotas de tenis a empresarios, abogados y gente reconocida en el Club Cañasgordas. A él le pareció una gran idea. Se levantaba a las tres de la mañana para coger la mejor cancha; pronto se dio cuenta de que le gustaba el tenis y comenzó a jugar. A los 16 también empezó a practicar skate. Pero a los 20 no tenía dinero suficiente para ir a competir profesionalmente al extranjero. Tendría que dedicarse a otra cosa, aunque el deporte le dejaría dos cosas para su vida: disciplina y unas ganas infinitas de competir contra sí mismo.
Aunque Mery, su mamá, siempre ha tenido restaurantes de cocina tradicional, no se le había pasado por la cabeza estudiar cocina. Sin embargo, uno de sus primos entró al SENA y a Jefferson le pareció interesante seguir sus pasos. Así que se matriculó en 2011. Recuerda que su primer profesor, Eleodoro Velasco, no le tenía mucha fe. “No creo que dure mucho, pero al menos quiero enseñarle a ser un sibarita, que aprenda a cocinar cosas distintas a un arroz todos los días”, recuerda que le decía.
Comenzó a trabajar en un local de hamburguesas y perros calientes. Sabía que no podía quedarse ahí. Con su amigo Julián Niño, también chef, tomaron la decisión de irse del país. “En 2012 vendí la moto, mi tía me prestó plata y me fui con 150 dólares en el bolsillo a Chile”.
En Santiago, la capital chilena, duró seis años. Hizo prácticas en Boragó; terminó trabajando durante un año y medio en un restaurante italiano en el que llegaban hasta 800 personas en un fin de semana; se fue a Amadeo, con Álvaro Vega, pero se quedó sin visa durante tres meses. Y luego hizo algo que dice que jamás repetiría: se levantaba a las cuatro de la mañana a amasar pan hasta las dos de la tarde en Cocina Planeta; descansaba una hora y entraba a las tres de la tarde a hacer prácticas a 99, con el mejor pastelero que había conocido hasta entonces, Gustavo Sáez, hasta la una de la mañana. Así durante seis meses.
De ahí pasó a 040, de Sergio Barroso, y se encontró de nuevo con Álvaro Vega, quien lo llevó a El Castillo, un restaurante francés; al poco tiempo lo nombró sous chef. “Me quedé como un año, hasta que él mismo me dijo que debería salir de Chile y conocer otras cocinas. Le hice caso”.
Se fue a su casa a enviar solicitudes a varios restaurantes. Le contestó el gran Gaggan Anand, en Asia. “Decidí irme en 2017 a Tailandia, esta vez solo y con 300 dólares en el bolsillo”, cuenta.
La ciudad de Bangkok lo cautivó. No hablaba ni una sola palabra de inglés, pero Charlie Fung, uno de los cocineros principales del restaurante, era de Costa Rica y le hablaba en español. “Yo creía que me las sabía todas en la cocina, pero cuando llegué a Asia me di cuenta de que no sabía nada; eso me dio duro en el ego”, reconoce.
Estuvo un mes haciendo una práctica y al mes siguiente se fue a la puerta de al lado, a Gaa, de Garima Arora, quien había trabajado en Noma. “En una sola puerta pasé de Asia a Europa. Un cambio impresionante”. Regresó a Gaggan y le dijeron que si podía quedarse un mes más. Intrigados, le preguntaron cómo hacía para preparar los pedidos sin saber el idioma, y le propusieron que hiciera una prueba de platos para ganarse un puesto de trabajo.

“Recuerdo que preparé un ceviche con yuzu, un buñuelo relleno de lechona con un toffe de cerdo; un nigiri, un brioche con un camarón arriba, y masato”. A Gaggan le gustó el masato y le manifestó que después le diría si se quedaba o no. A la semana, Gaggan le dijo que se quedaría en el restaurante a su manera: “Welcome to the family, motherfucker!”. “Yo no sabía qué decir y todo el mundo aplaudió; luego lo busqué en la cocina y le agradecí, mientras se me escurrían las lágrimas”.
En Gaggan se quedó un año, hasta que tuvo que renovar la visa. Voló a Malasia, pero no lo logró. El mismo Gaggan le dijo que se fuera a Colombia a ver a su familia y que tramitara su visa desde allá. Se vino al país, pero como sus otros documentos estaban en Chile, tampoco le dieron la visa; entonces renunció a la idea de volver. Un golpe duro.
Sin embargo, el amor lo rescató de esa gran tusa laboral. Su novia, Sofía Tertszakian, una chef argentina, le propuso que se fueran a Copenhague, en Dinamarca. Y él dijo que sí sin pensarlo. En 2018 llegó a Amass, “un lugar que me cambió la cabeza por el producto; tenía uno de los costos más bajos del mundo porque tenían muy pocos desperdicios, ya que reutilizaban casi todo”. Y de ahí pasó a Relae.
Tres meses más tarde, Sofía y él se fueron a Punta del Este, en Uruguay, al Mostrador de Santa Teresita, de Fernando Trocca; allá estuvo medio año más, pero él, siempre inquieto, tenía que saber cuál sería el siguiente paso.
Su sueño era ir a Central, restaurante de Virgilio Martínez en Lima, número uno en la lista de los 50 mejores restaurantes de Latinoamérica por varios años. Viajó a la capital peruana con Sofía en 2019. Al final de la pasantía, Martínez le ofreció trabajo y se quedó, pero reconoce que no se entendió mucho con el equipo. “¡Soy muy curioso e intenso!”, repite varias veces durante la entrevista. Regresó a Montevideo, a trabajar de nuevo con Trocca. Y, de repente, llegó la pandemia.
Se fue a Buenos Aires con Sofía. Una vez allí, se les ocurrió crear un emprendimiento de almuerzos a domicilio que llamaron Eni (‘alimento’ en húngaro). “Terminamos vendiendo 45 almuerzos diarios; fue algo muy bueno”, recuerda.
Y ya cuando todo empezaba a volver a la normalidad, le llegó una beca de la institución danesa Mad Academy para tomar un curso de cómo ser empresarios y líderes en un restaurante, con profesores como Magnus Nilsson, de Faviken, en Copenhague. Duró tres meses y, obvio, decidió postularse para Alchemist y Jornaer; pasó, pero no le pudieron dar la visa debido a una variante del coronavirus transmitida por visones. Todo volvía a complicarse. “Lloré de nuevo y regresé a Colombia”.

Oda y Afluente
En 2021, comenzó a buscar oportunidades en el país. Así llegó a Oda, un nuevo restaurante en Cedritos, ubicado dentro de un club de golf indoor llamado G Lounge. La carta contó con el aval de Álvaro Clavijo, el chef de El Chato. “Clavijo me dio un gran consejo: ‘Tómeselo tranquilo, no se acelere y no se ponga de loco a crear’”, me dijo.
García trabajó fuertemente y puso en práctica todo lo que había aprendido en estos años para mezclarlo con ingredientes del territorio colombiano, como el yacón, la moringa y el tucupí. Su esfuerzo se vio recompensado al posicionar el restaurante entre locales y extranjeros y al entrar en el puesto 99 de los Latin Americas’s 50 Best Restaurants.
“Como chef, es un excelente profesional, disciplinado y comprometido. Él dejó en Oda sus valores como cocinero y el alma de lo que es el restaurante hoy en día: respetar el producto y reutilizar con sentido”, afirma María Paula Giraldo, gerente y fundadora de Oda.

Pero de nuevo sintió que debía seguir adelante. Ya desde cuando estaba en Oda se había empezado a interesar en los páramos. Comenzó a leer y a investigar. “Son ecosistemas únicos en el mundo”, dice. El primer páramo que visitó fue el de Matarredonda, en Choachí. “Y así empezó mi locura: primero como caminante y luego como cocinero; probé la uva camarona, ácida y dulce; el coralito, el romerito de páramo, una frambuesa de suelo, un morón, una acedera que sabe a sal, ají”. Llamé a Virgilio Martínez y le conté mi idea. “Este es mi proyecto; en mi casa tengo un mapa hídrico y un mapa de los páramos. Veía la conectividad”.
“De Jefferson me cautiva, además de su calidad humana, la habilidad para captar la esencia del páramo y los afluentes hídricos de Colombia. Su enfoque en ingredientes que provienen directamente de estos ecosistemas, trabajando mano a mano con proveedores locales, le permite contar historias que fluyen como los ríos. Cada plato es un tributo a la conexión vital entre la tierra, el agua y la comunidad, haciendo de su cocina una verdadera celebración de nuestra riqueza natural y cultural”, afirma la sommelier Laura Hernández, de La Sala de Laura.
Después recibió una invitación del español Benjamín Lana, el director de Madrid Fusión, para hablar sobre Afluente y los páramos en enero de 2024. “Fue impresionante. Allá estaban personajes que admiro profundamente, como Jordi Roca y Ferran Adrià, a quienes les mostré los ingredientes que utilizaba. Todos me dijeron que tenía algo único”.
El 22 abril de 2024, Jefferson abrió oficialmente Afluente en una casa de Chapinero. Los muebles los elaboró su tío con madera reciclada y su papá le ayudó a soldar cada esquina. “No me gusta sentirme en una zona de confort, siempre quiero hacer más cosas; voy a empezar a dar charlas con el Instituto Humboldt en el restaurante”. “¿Y más adelante?”, le pregunté. “Uff, me gustaría tener el restaurante en otro lugar, a las afueras de la ciudad, cerca del agua, y una panadería donde pueda hacer pizzas. Ya veremos”, señaló.