Descubra Juanchaco: ballenas, manglares y la lluvia incesante del Pacífico Colombiano

Simón Granja Matias
En Juanchaco no llueve, porque este río que cae del cielo parece imposible que sea solo lluvia. Miro por la ventana, y la cortina de agua es tan densa que es como si estuviéramos dentro de una pecera. De repente, los destellos de los rayos que caen a kilómetros de distancia, probablemente en el mar, donde las ballenas realizan su largo recorrido en busca de aguas cálidas, iluminan por completo la habitación. Los nativos saben que el agua es lo que determina el paso del tiempo, pues la lluvia y la marea son las grandes reinas que gobiernan este corregimiento del Valle del Cauca y sus alrededores.
Esta lluvia, acompañada de rayos y relámpagos, es la misma que nos acompaña las tres noches que estamos en Juanchaco. No es casualidad que la vertiente del Pacífico colombiano sea uno de los lugares más lluviosos del planeta, con precipitaciones que oscilan entre 8.000 y 13.000 mm, es decir, 54 piscinas olímpicas que caen en un metro cuadrado al año.
Al amanecer, la lluvia persiste, pero de manera más suave. Salgo al balcón. El padrastro de Marisely, Henry Alberto Conrado, es un pescador alto y flaco. Me trae un tinto. Se apoya en la baranda mientras sopla su taza de café. No habla mucho, solo responde preguntas sobre el mar: “¿Cómo está la marea hoy?”, le pregunto. Piensa un momento, mira al cielo: “Hoy no salgo a pescar, la marea estará alta”, dice, y se retira a su hamaca.

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Marisely Velasco sale de su habitación con su turbante y su alegría. Ella es nuestra guía en Juanchaco y la encargada de coordinar las visitas de los turistas. El Hotel Malibú, donde nos alojamos, es de su propiedad, y Fundancestral, la organización que fortalece y salvaguarda las prácticas culturales y ancestrales del Pacífico colombiano, la dirige su madre, la matrona Marina Gamboa Rentería. Proyectos, ambos, que forman parte del proyecto de Destinos Emergentes de ACOTUR.
“¿Están listos para ver ballenas?”, pregunta Marisely. “Sí, hoy las vamos a ver. Ayer no quisieron saltar, pero hoy lo harán”, responde ella misma.
El manglar de Juanchaco

Hace dos días, volamos de Bogotá a Buenaventura con Satena. Solo hay dos vuelos de ida y vuelta a la semana: los martes y los viernes. La lancha que nos lleva desde Buenaventura hasta Juanchaco es larga, con capacidad para unas 20 personas. Después de unos 40 minutos en el mar, vemos varios islotes, como la isla Palma, un santuario de aves; la isla Morro Chiquito, y el islote de Enmedio. Y ahí está el muelle de Juanchaco.
Lo primero que haremos es un recorrido entre los manglares. Para ello, debemos llegar hasta Arrastradero. Nos encontramos con Armando Arroyo, quien tiene una empresa que organiza recorridos por los manglares.
Empieza el recorrido. Hay una tensión latente en el ambiente, porque vemos cómo la marea está bajando. Si el agua desciende por completo, quedaremos atrapados. Guardamos silencio. Mientras tanto, los manglares están allí, quietos, pero al mismo tiempo es como si caminaran con sus largas raíces. Estar en este ecosistema es un privilegio, pues desaparece entre tres y cinco veces más rápido que cualquier otro bosque. La Unesco señala que tan solo una hectárea de manglar es capaz de almacenar 3.754 toneladas de carbono, lo cual equivale a lo que emiten 2.650 autos en un año.
En la primera piscina hay dos pequeñas cascadas, y podemos subirnos por un costado para lanzarnos al agua. Armando nos guía hasta la próxima piscina. Estamos en la Sardinera, que recibe su nombre por la cantidad de pequeños pececitos que habitan allí. Flotamos un momento sin poder ver el cielo debido al espesor de la selva. Nos rodean peces. “Chicos, tenemos que irnos. La marea está bajando muy rápido”, grita Armando.
Las cascadas
Se escucha la exhalación, y se ve cómo brota de la superficie del mar el aire caliente de los pulmones de la ballena jorobada, que, al encontrarse con el aire frío del exterior, se condensa en una nube. Todos en la embarcación gritamos.

Las hembras pueden llegar a medir 16 metros, es decir, más grande que un bus escolar, y los machos, 14. Estas ballenas realizan uno de los peregrinajes más extensos: viajan unos 8.500 kilómetros desde la Antártida hasta el Pacífico colombiano.
De repente, se escuchan voces preocupadas en la parte trasera y el lanchero acelera de regreso hacia el muelle. Un hombre está sufriendo un ataque: no se puede mover y se coge el brazo izquierdo. Marisely, quien está justo detrás de él, le hace un masaje en la cabeza. Según nos contaría después, ella tiene manos sanadoras. No podemos volver al mar abierto y toca seguir con el recorrido.
Juanchaco se encuentra en la entrada del Parque Nacional Natural Uramba Bahía Málaga, con 47.094 hectáreas, equivalente a unas 65.841 canchas de fútbol. La lancha rompe la aparente quietud de las aguas de la extensa bahía.
Escalamos por la cascada de las Tres Marías, un lugar que estuvo cerrado durante más de diez años por problemas de seguridad en el sector. Con seis piscinas de agua dulce, llegamos hasta una de las más altas.

Ahora estamos ante otras dos cascadas, conocidas como las de La Sierpe. Desde unos 60 metros de altura, cae agua dulce que se mezcla con el agua salada que entra a través de los esteros. En una de ellas, hay unos escalones que permiten saltar desde unos tres metros a la piscina natural.
El sonido de la marimba en Juanchaco
La marimba suena como gotas de agua al caer. Los muchachos calientan, afinan sus tambores, voces e instrumentos. Son unos doce los que están presentes, y se disponen a alinearse. Hay de varias edades, desde un niño de siete años que carga un tambor casi tan grande como él, hasta un joven de veintitantos, alto y robusto. “Te voy a daaaar una guayabita”, empieza a entonar una cantora, y todos comienzan a repetir. Los tambores y la marimba entran en acción. Rompe a llover, como si la naturaleza quisiera unirse al concierto exclusivo que este grupo de jóvenes de Fundancestral nos está ofreciendo.

Entre los presentes está doña Marina, quien con un palo de agua canta junto a sus jóvenes. Marisely la acompaña. Ambas trabajan por preservar la cultura ancestral negra en el Pacífico y, al mismo tiempo, alejar a estos jóvenes de los peligros a los que están expuestos.
“Somos aves migratorias, somos como las ballenas: nos movemos, pero siempre volvemos al lugar al que pertenecemos”, dice doña Marina.

Después pide que le traigan las botellas de viche que ella misma hace y vende en este lugar. Uno de los más especiales llegó por un sueño en el que los ancestros le dieron la receta. Así nació Misión Cumplida, pues logró lo que ellos le indicaron. La bebida tiene matarratón, una planta medicinal muy usada en las costas colombianas para curar resfriados y otros males, así como otros ingredientes secretos.
Llueve otra vez. Mañana saltarán las ballenas.
La cola de la ballena
Termino de tomarme el tinto. “Vamos”, dice Marisely. La neblina cubre por completo el océano, y no se alcanzan a ver los islotes que rodean la aldea. Sin embargo, logramos divisar unos cuantos delfines que se pierden entre las olas.
Marisely nos lleva a desayunar en el restaurante de doña Angelina. Y ¡qué comida! Sierra frita, yuca y arroz con coco. Sí, ese es el desayuno, para coger fuerzas. También es el almuerzo y la cena, porque en estos días que hemos estado aquí, la hemos dejado sin mercado: comimos piangua. Este pequeño molusco tiene un sabor incomparable, inolvidable por su delicia. También disfrutamos de un encocado con camarones, el plato preferido de Angelina, quien sonríe al hablar de camarones, como si recordara a un viejo amor.

La neblina empieza a descender, y Pío llama a Marisely: “Toca salir ya antes de que vuelva a llover”. En la barca se sube Mona, una perra que ama el mar. Se acomoda al lado de Alberto Pío Escobar, y partimos hacia el horizonte. Pío, un caleño que trabajaba como administrador y coordinador de eventos, lleva 27 años viviendo aquí. Un día vino a nadar con las ballenas, se enamoró de ellas y abandonó todo en su ciudad para comprar un barco y ofrecer esta experiencia a los turistas.
“¿Qué es Juanchaco para usted?”, le pregunto. “Es un paraíso en caos, un lugar con muchas cosas hermosas, en medio de muchas cosas malucas para el ojo humano. Es un sitio con gente extraordinaria, con mucha sabiduría. Aquí uno aprende que ser feliz es más fácil de lo que se piensa. Este es el paraíso que Dios quiso poner en el caos”.
Marisely mete las manos en el mar y les pide a los ancestros, a la madre tierra, a las ballenas, que salgan, que nos den el honor de dejarse ver.
“¡Allá saltó una!”, grita alguien. Nos empinamos, pero no la alcanzamos a ver; las olas no nos dejan. El balsero acelera. Comienza a llover. La niebla vuelve. Estamos en mitad del mar, la lancha se mueve de arriba abajo, de lado a lado. La espera se hace eterna. No salen.

“Puuufff”, suena a un costado. “¡Allí va una!”, grito. Prenden el motor. Esperamos durante un rato. Ya han pasado unas cuatro horas. El mal de mar se empieza a apoderar de algunos. Pío guía hacia un lado donde cree que se pueden ver mejor. Esperamos. Nada.
Al poco tiempo, advertimos que nos espía una ballena muy cerca de nosotros; presenta su espiráculo con una exhalación, y luego, su aleta dorsal. Después, saca la cola como diciendo adiós, pasa debajo de la lancha y se pierde en el fondo del océano.